En una noche serena de otoño en Brihuega, de esas en las que el aire olía a tierra y a hojas secas, las calles estaban casi vacías y las tres torres de sus iglesias—San Felipe, San Miguel y Santa María— se erguían en la penumbra, bajo un cielo sorprendentemente claro y estrellado.
Los vecinos dormían en calma, ajenos a lo que pronto sucedería, de repente, un susurro de luz comenzó a ondular en el horizonte. No era la fría claridad de la luna, ni el parpadeo de estrellas, una luz verde, tenue y vaporosa, fue creciendo poco a poco, deslizándose por el cielo como una cortina de seda que lo cubría todo con su misterio.
La Torre de San Felipe fue la primera en bañarse en ese resplandor etéreo, la piedra antigua de la torre adquirió un brillo rojizo, casi espectral, los detalles de sus muros, desgastados por siglos de historias, parecían cobrar vida, y, por un momento, las figuras talladas en el pórtico de la iglesia, parecían moverse, como si despertaran de un largo sueño.
Mientras la aurora avanzaba, alcanzó la Torre de San Miguel, la más robusta de las tres, al tocarla, la luz se transformó en tonos de azul y violeta, como si revelara una capa oculta en su historia, un secreto que solo la noche y las estrellas sabían, fue entonces cuando la torre emitió un sonido suave, casi musical, un susurro que resonaba en la plaza, como si intentara reclamar su restauración prometida.
Finalmente, la Torre de Santa María se llenó de tonos rojizos y dorados, proyectando sombras danzantes sobre el valle del Tajuña, como si una fogata invisible ardiera desde sus entrañas, las hojas caídas en el Prado de Santa María, parecían brillar, y los antiguos ladrillos emitían un calor extraño, como si guardaran los recuerdos de cada otoño vivido bajo sus tejas.
El espectáculo duró apenas unos minutos, la aurora, como un suspiro, comenzó a desvanecerse, llevándose consigo sus colores y susurros, las tres torres, ahora oscuras y silenciosas, volvieron a su inmovilidad habitual.
Los vecinos, que siguieron con su sueño, no supieron del misterio que cruzó sus cielos aquella noche, pero en Brihuega, desde entonces, corre el rumor de que las torres, en las noches de otoño, pueden llegar a susurrar entre ellas sus secretos, y si uno escucha desde el silencio, la brisa que recorre la noche en Brihuega, puede llegar a escuchar lo que se cuentan.
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