
ENTRE MONTES DE ZUMAQUE Y TELARES REALES: BRIHUEGA Y SU FÁBRICA DE PAÑOS
Artículo publicado por Plataforma Brihuega 30/11/2025
En los cerros de la Alcarria, donde los vientos secos tallan historias en la piedra, crece el zumaque como un guardián silencioso de la memoria. Su follaje encendido, entre rojos y ocres que los árabes conocieron hace mil años, no es solo un capricho de la naturaleza. Es, en verdad, un cofre de taninos, una promesa química guardada en cada hoja que tiembla bajo el sol del otoño brihuego.
Cuando Fernando VI decidió en mil setecientos cincuenta que Brihuega merecía algo más que talleres dispersos y ambiciones fraccionadas, mandó levantar la Rotonda: ese círculo perfecto donde ciento y tantos telares habrían de tejer el futuro de una comarca.
Pero los paños no son apenas hilos: son alquimia, compromiso entre lo animal y lo vegetal, entre la lana que llega desde los rebaños y la planta que crece en los montes cercanos. Y allí estaba el zumaque, esperando su turno en la cadena sagrada de la producción.
Los operarios lo sabían. Cuando brillaban los campos, descendían hacia los taludes y hacia cada rincón donde la Rhus coriaria extendía sus ramas rojizas. Las familias enteras, abuelos, padres, críos, cortaban y secaban esas hojas con la precisión de quienes comprenden que en cada grano molido reside la diferencia entre una tela que perdura y otra que se deshace.
El trillado manual convertía ramas en polvo. El polvo viajaba en sacos hasta las tenerías, hasta las baterías de agua caliente donde ocurría el milagro.
Porque el zumaque es más que un tinte. Es un curtiente, un agente que penetra en la fibra y la transforma desde adentro. Los ácidos tánicos reaccionan con la lanolina de la lana como una coreografía química: crean enlaces que no son mera superficie, que no se desvanecen con el tiempo.
Los paños de Brihuega, teñidos con ese color terroso y profundo que solo el zumaque podía proporcionar, adquirían una resistencia que los mercados de Castilla reconocían. No eran telas frágiles. Eran promesas de durabilidad, testimonios de un arte que comprendía que lo permanente no se improvisa.
Los historiadores dirían después que la Real Fábrica de Brihuega produjo más de sesenta telares en sus años de gloria, que empleó a cientos de hilanderas y maestros tejedores. Dirían que los Cinco Gremios Mayores intentaron gestionar la producción y fracasaron, que la Real Hacienda tuvo que intervenir una y otra vez.
Pero lo que muchos olvidarían es que bajo cada cifra, bajo cada contabilidad real, existía la presencia silenciosa del zumaque: ese arbusto que no pedía nada excepto el calor de la tierra alcarreña y la paciencia de quienes conocían su valor.
En los libros de cuentas de la Fábrica, el zumaque aparece como un renglón más. Pero para quienes vivían de su recogida, de su secado, de su transformación en polvo ardiente, representaba algo diferente: la conexión entre la montaña y el telar, entre el verano inclemente y el invierno que requería del color hecho tangible.
Era sostenimiento. Era dignidad humilde. Era el vínculo que permitía que una aldea de Castilla no solo sobreviviera, sino que contribuyera a que los paños de Brihuega viajaran por Castilla y más allá, llevando consigo el color de sus montes, la obstinación de su gente, la química silenciosa del zumaque convertida en tela.
Hoy los telares están silenciosos. La Rotonda respira otro aire, acoge otros ritmos otras gentes.
Pero cada otoño, cuando el zumaque vuelve a encenderse en los campos de la Alcarria, vuelve también esa verdad olvidada: que lo bello y lo duradero no surgen de la inspiración pura, sino del encuentro exacto entre una planta, una técnica, unas manos que comprendían qué hacer con ambas.
El zumaque tiñó más que telas. Tiñó de sentido un oficio, una región entera, la determinación por construir unos paños de calidad. Eso no se desvanece. Solo cambia de forma, esperando a que alguien lo recuerde.