Desde los tiempos del Imperio romano hasta la era digital, el poder ha entendido que controlar la información es controlar a las masas.
La manipulación, el ocultamiento y la tergiversación del conocimiento han sido instrumentos tan eficaces como las armas o el dinero para mantener a las sociedades sometidas. El conocimiento ha sido, históricamente, un privilegio, no un derecho.
Los romanos ya lo sabían: el acceso a la escritura, al derecho y a la administración estaba reservado a una élite. El pueblo podía asistir a espectáculos en el Coliseo, recibir pan, pero no participar en los debates del Senado.
Las decisiones importantes se cocinaban en esferas cerradas, lejos del entendimiento popular. El control de la narrativa era clave: la historia la escribían los vencedores, y lo que no se contaba, simplemente no existía.
Durante la Edad Media, la Iglesia católica fue maestra en el secuestro del saber, la Biblia, escrita en latín, solo era accesible a los clérigos. La alfabetización era casi exclusiva del clero y la nobleza.
Los libros eran copiados a mano y custodiados en monasterios. La verdad era un privilegio divino y quienes la cuestionaban, herejes. Las hogueras no solo quemaban cuerpos, sino ideas. El oscurantismo no fue solo falta de luz, sino de información.
Con la invención de la imprenta en el siglo XV, el monopolio empezó a resquebrajarse, pero los poderosos siempre encuentran nuevos métodos. En la era moderna, los estados-nación y luego las grandes corporaciones perfeccionaron las técnicas de manipulación masiva.
Hoy, en plena era de la hiperconectividad, vivimos el espejismo de la libertad informativa. Creemos tener acceso a todo, pero lo que consumimos muchas veces es información filtrada, editada o directamente falsa.
Internet, que prometía democratizar el conocimiento, ha sido colonizado por algoritmos y plataformas que priorizan el escándalo sobre la verdad. El nuevo "rebaño" no se guía por dogmas religiosos, sino por tendencias virales, noticias manipuladas y cámaras de eco que refuerzan prejuicios, quien controla los datos y las narrativas digitales, controla el comportamiento social.
El secuestro de la información ya no se basa en el ocultamiento, sino en el exceso: se nos ahoga en un mar de datos irrelevantes mientras se entierra lo esencial. El desafío actual no es acceder a la información, sino distinguir lo verdadero de lo fabricado. Y mientras no lo logremos, seguiremos siendo peones en el tablero del poder.
¿Quién decide qué debemos saber? Esa sigue siendo la pregunta incómoda que el poder nunca ha querido que nos hagamos.
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