En un momento en que las necesidades básicas, para muchos ciudadanos, siguen desatendidas, las distintas administraciones, local, provincial, autonómica y central, deben revisar con urgencia su escala de prioridades. La política pública, si quiere ser justa y eficiente, ha de partir de un principio elemental: primero lo esencial, luego lo demás.
Sanidad, Educación, Trabajo, Vivienda y Cultura, en ese orden, deberían guiar el diseño de cualquier presupuesto público. No es solo cuestión de lógica, sino de equidad. ¿Cómo se justifica que un ciudadano deba esperar tres años para una operación de rodilla en la sanidad pública, mientras proliferan las subvenciones a eventos que, si bien valiosos, no son vitales? ¿Qué tipo de administración pone antes lo simbólico que lo urgente?
La sanidad pública debe ser el primer escalón del bienestar. Sin salud, no hay educación ni trabajo posible. Corresponde a todas las administraciones velar por su correcto funcionamiento, ya sea gestionando directamente infraestructuras o facilitando recursos. Y, si hay que priorizar, no es aceptable que se financien actos culturales de escaso impacto mientras, por ejemplo, se colapsan los centros de atención primaria en la sanidad.
La educación junto con el Trabajo, es el segundo gran pilar. Sin una inversión sólida, constante y bien dirigida desde lo local hasta lo estatal, se condena a las generaciones futuras a un país sin progreso y por extensión sin trabajo digno. No basta con construir centros; hay que asegurar plantillas suficientes, recursos tecnológicos y programas de apoyo en todos los niveles educativos, que preparen a los jóvenes para afrontar su vida laboral.
La vivienda, en tercer lugar, debe dejar de ser vista como un problema del mercado y empezar a tratarse como un derecho. Esto exige una coordinación real entre los ayuntamientos, las comunidades autónomas, que gestionan políticas sociales; y el Estado, que debe marcar un marco común.
Y finalmente, la cultura, que en una sociedad sana tiene un papel fundamental, debe ser apoyada pero con sentido común. Su financiación debe contemplar criterios de impacto, necesidad y proporcionalidad, evitando duplicidades y gastos superfluos.
En este contexto, las subvenciones requieren una profunda revisión. No se trata de suprimirlas, sino de orientarlas mejor. No tiene sentido hablar de justicia social si se conceden ayudas sin tener en cuenta la renta de los beneficiarios.
El “café para todos” ya no es viable: debemos transitar hacia un sistema que prime la necesidad real y los beneficios colectivos. Priorizar no es excluir, es administrar con responsabilidad.
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