
EL CORRAL SACRO DE BRIHUEGA: CUANDO SAN FELIPE SE CONVIERTE EN TEMPLO TAURINO
Artículo publicado por Plataforma Brihuega 20/08/2025
En el corazón de Castilla, donde las piedras guardan secretos de siglos y las tradiciones se respiran como el aire puro de la Alcarria, se alza Brihuega como un santuario donde lo sagrado y lo profano danzan unidos en una liturgia ancestral.
Cada agosto, cuando los campos de lavanda han cedido su púrpura al dorado de los rastrojos, esta villa milenaria se transforma en el escenario de una ceremonia que trasciende lo meramente festivo para adentrarse en los territorios de lo místico.
El encierro de Brihuega no es simplemente una fiesta taurina; es la manifestación de un alma colectiva que late al unísono desde 1584, cuando los primeros documentos atestiguan ya esta comunión entre el hombre y el toro en pleno campo.
La tarde del 16 de agosto, cuando las campanas de San Felipe repican vísperas, tres cohetes rasgan el cielo estival como dardos de fuego, anunciando el inicio de una epopeya que se escribe con pólvora, barro y sudor.
Desde la plaza de toros "La Muralla" —bautizada así por nacer pegada a las piedras centenarias que protegieron la villa—, cuatro astados emprenden su éxodo urbano, subiendo por calles empedradas que resuenan con el eco de cascos y el griterío de los mozos vestidos de blanco y rojo.
El pueblo entero se vuelca en esta procesión laica donde cada corredor es oficiante de un rito que no necesita altares, pues el propio suelo patrio se convierte en ara de sacrificio.
Pero la verdadera magia acontece cuando la manada abandona el núcleo urbano y se interna en los campos de la Alcarria, perseguida por jinetes que, cual ángeles custodios con vara en alto, la conducen hacia los montes cercanos.
Allí, bajo la bóveda estrellada, los toros descansan en una vigilia nocturna que parece extraída de un cuadro de Zuloaga, mientras el pueblo aguarda, conteniendo el aliento, el momento de la "subida".
Es en la madrugada del 17, cuando las sombras se retiran y la aurora tiñe de rosa los tejados briocenses, cuando se produce el milagro más hermoso de esta tradición: el regreso de los astados al pueblo, entrando por San Miguel para culminar su peregrinaje en la plaza de San Felipe.
Y aquí surge la estampa más singular y conmovedora de todo el festejo: la venerable iglesia románica del siglo XIII, testigo de batallas y coronaciones, se convierte durante unas horas en el más pintoresco de los corrales taurinos.
La plaza que antecede al templo de San Felipe se transforma entonces en un corral portátil donde quedan encerrados los toros que han logrado completar su odisea campestre. Algunos años regresan los cuatro (los pocos); otros, solo dos o tres; en ocasiones, ninguno logra completar el viaje, pero la esperanza nunca se pierde, pues en Brihuega la tradición es más fuerte que la adversidad.
Durante esas horas de recogimiento, la iglesia de piedra dorada —con su portada románica de transición coronada por tres rosetones— contempla silenciosa a sus nuevos feligreses de cuatro patas y cuernos en alto.
El contraste resulta sobrecogedor: frente a los muros que durante siglos han acogido el murmullo de oraciones y el susurro de confesiones, ahora resuena el bufido de los toros y el piafar nervioso de las pezuñas sobre el empedrado. San Felipe, el santo que predicó la fe en tierras lejanas, se convierte por unas horas en patrón involuntario de una religión más antigua, donde el toro es símbolo de fuerza primigenia y la plaza su templo natural.
Pero como toda misa tiene su final, cuando el reloj marca las doce del mediodía del 17, los astados emprenden su última carrera hacia la plaza de toros para protagonizar el festejo vespertino.
La iglesia de San Felipe recobra entonces su sosiego habitual, y entre sus muros vuelve a resonar únicamente el eco de los cánticos y las plegarias de sus devotos. Hasta el próximo agosto, cuando de nuevo la tradición transforme este rincón sagrado de la Alcarria en el corral más hermoso y emotivo.